La imagen dio la vuelta al mundo en segundos: los líderes de las principales potencias europeas sentados frente al escritorio del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en el Despacho Oval, alineados como estudiantes frente a un director severo.
El magnate republicano gesticulaba con vehemencia; ellos escuchaban en silencio. La escena, ocurrida este lunes 18 de agosto, ha sido interpretada como una humillación premeditada, incluso el mandatario fue presentado por la Casa Blanca como el presidente de la paz. Pero más allá del simbolismo, lo que revela es una verdad geopolítica incómoda: Europa lleva meses actuando desde la sumisión, y este episodio solo hizo visible lo que ya era evidente.
Basta repasar los últimos seis meses. Trump impuso a la Unión Europea un acuerdo comercial que obliga a pagar aranceles del 15 por ciento a sus exportaciones, sin concesiones reales a cambio.
Logró que los aliados europeos aceptaran un exagerado objetivo de gasto militar del 5 por ciento del Producto Interno Bruto en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
También los borró de las negociaciones sobre Ucrania y Gaza. Cada vez que Europa intenta plantarle cara, retrocede. Esta no es una humillación puntual; es la crónica de una dependencia anunciada.
La vulnerabilidad europea es estructural. Todos sus pagos digitales —tarjetas de crédito, PayPal, Apple Pay— dependen de empresas estadounidenses. Su defensa, del paraguas de la OTAN. Su economía, del acceso al mercado de EEUU Trump no inventa esta realidad; solo la explota con brutal pragmatismo.
Aunque Trump no actúa como instrumento de justicia histórica, sino por interés propio, vale traer a colación el «karma histórico» que se presenta—pareciera que Europa se ve ahora en el lugar, en que por siglos de explotación y colonialismo, mantuvo a Asia, África y Latinoamérica.
Pero hay algo aún más preocupante que la dependencia militar o comercial: la irrelevancia estratégica. En esta crisis en Gaza, la UE ha sido simplemente ignorada -y ahí tiene culpa por su respuesta tardía en espera de ser eco de EEUU. Mientras civiles mueren bajo las bombas, Europa ni siquiera logró coordinar una posición común. Su voz dejó de importar. Como dijo hace unos días un diplomático europeo en Bruselas: «Nos hemos convertido en espectadores de lujo de nuestra propia decadencia».
Sin embargo, sería un error ingenuo ver solo derrota en esta crisis. Pese al bochornoso episodio de Washington, algo se está moviendo. Francia y Reino Unido, rivales históricos, discuten en serio la coordinación de sus arsenales nucleares. Alemania y Reino Unido negocian un tratado de defensa mutua. Una coalición de países —liderada curiosamente por Polonia— presiona para crear estructuras militares europeas independientes. La reacción, tardía pero tangible, sugiere que algo se mueve frente al trumpismo.
Pero el verdadero problema de Europa no es Trump; es la ilusión de que puede mantener su modelo social y su influencia global sin asumir los costes de la autonomía estratégica.
Mientras sus líderes sigan pensando en términos de próximas elecciones en lugar de próximas décadas, seguirán sentándose en la fila de atrás de la historia.
La pregunta no es si Europa fue humillada en Washington, sino si tiene la voluntad política de dejar de ser invisible. El tiempo para elegir entre la soberanía y la irrelevancia se agota rápidamente. Y esta vez, no habrá un Trump al que culpar si falla.
Tomado de Cuba Si