El rompecabezas: Estados Unidos entre crisis y elecciones

Una vez más, se inicia un año decisivo en la vida de la sociedad norteamericana. Como cada cuatro años, y cada vez de manera más anticipada, ha comenzado recientemente la campaña electoral, aún bajo la secuela de la profunda crisis que produjo la pandemia de la COVID-19, entremezclada con una recesión, e involucrado el país en una conocida disputa geopolítica entre potencias de magnitudes globales, en lucha por la hegemonía internacional, que se agrava con severos conflictos bélicos, en pleno despliegue hoy. Estas circunstancias motivan las reflexiones que siguen.

Las crisis y las elecciones suelen ser los procesos que mayor atención suscitan cuando los medios de comunicación, las ciencias sociales, la opinión pública mundial e incluso, la literatura y el arte miran a Estados Unidos. La condición de este país como centro del sistema internacional de relaciones capitalistas y asiento geográfico principal del imperialismo contemporáneo, le convierten en inevitable foco de interés, como se advierte en la gran profusión de escritos académicos y periodísticos, junto a novelas, películas, caricaturas y series televisivas. La realidad es que, de un modo u otro, lo que allí sucede lleva consigo impactos para todas, o casi todas, las latitudes. Sobre todo, cuando ocurre una crisis en su economía, que con frecuencia se entrelaza con las que se manifiestan, como en la actualidad, en la política, la ideología y la cultura. O cuando tienen lugar elecciones generales, que abarcan las estaduales, las legislativas y las presidenciales, como también sucede ahora.

En el caso de las crisis, en términos especializados, como de seguro le resulta familiar al lector, se califica a la económica como una crisis estructural, sistémica y cíclica. Expresado de un modo más sencillo, se trata de una conmoción que afecta, más allá de la producción y el mercado, las bases de la totalidad social, sacude sus cimientos y se repite con cierta periodicidad. Las otras estremecen al pensamiento tradicional, a los partidos, a la vida cotidiana, provocan desconfianza hacia el gobierno, sentimientos de incertidumbre e incredulidad con respecto a los liderazgos y agendas políticas, implican cuestionamientos y hasta negaciones de los valores y mitos fundacionales de la nación.

Las crisis suelen ser, generalmente, predecibles y aparecen de modo cíclico. Su periodicidad es variable, y son resultado del dinamismo intrínseco al sistema capitalista, en cuyo marco ocurre una interacción recurrente entre coyunturas internas e internacionales, con mayor o menor permanencia. Pueden pronosticarse hasta cierto punto y controlarse mediante la aplicación de determinadas políticas públicas, dentro de contextos histórico-concretos. Su carácter objetivo establece una pauta en su desenvolvimiento, a través de una secuencia que incluye la depresión y la recuperación.

Las elecciones están sujetas, en cambio, a la regularidad que establece la legalidad  para el funcionamiento del sistema político y transitan por una serie de etapas según el esquema invariable de la competencia bipartidista, desde el comienzo formal de la campaña con las elecciones primarias, en las que se visualizan los precandidatos de ambos partidos, el Demócrata y el Republicano, hasta las convenciones nacionales de estos, donde se definen los candidatos que rivalizarán luego en los comicios finales. Los resultados electorales están condicionados por la confluencia de factores diversos, de naturaleza objetiva y subjetiva, entre los cuales las crisis -incluidas las alternativas que ante ello ofrezcan los personajes que aspiran a la presidencia-, son decisivas. Sobre todo, cuando se registra la coincidencia de ambos procesos. Y ha sido frecuente esa coexistencia de elecciones y crisis.

Con una dinámica esencialmente económica, las crisis son fenómenos multidimensionales, que impactan al tejido social en su conjunto, aún y cuando ello no se manifieste con inmediatez ni con efectos visibles en el corto y mediano plazos. En ocasiones, sus alcances se muestran de manera diferida, apreciándose en años o hasta en decenios ulteriores, en ámbitos como los mencionados, concernientes a la cultura cívica y política, es decir, a las inquietudes, prioridades, preferencias, convicciones, de la ciudadanía.

Así, se propicia que la balanza electoral se incline en una u otra dirección, favoreciendo a determinado candidato o expresándose en conductas de abstencionismo, que desmotivan el ejercicio del derecho al voto. Desde esta perspectiva, podrían recordarse anteriores situaciones en la historia de Estados Unidos, que ilustran, en el presente siglo, lo planteado: los gobiernos republicanos y conservadores de George W. Bush y Donald Trump. El primer caso, algo alejado, el de un doble mandato, entre enero de 2001 y el mismo mes, en 2008. El segundo, mucho más cercano, de un único período, iniciado en 2016 y finalizado en 2020.

En ambas ejemplificaciones, bajo el condicionamiento de entornos críticos diferentes, quedó claro que las crisis provocaban efectos multiplicadores que desbordaban la dimensión económica, con implicaciones sociopolíticas, y se imbricaban directamente con las campañas presidenciales y con los resultados de las contiendas. En las dos coyunturas electorales se pusieron de relieve inconformidad y rechazo hacia sus gobiernos, especialmente en sus últimos períodos, ya que la población identificaba los males del momento con sus desempeños y depositaba expectativas de cambio en las promesas de la oposición partidista demócrata. Junto a los efectos de las crisis en el campo socioeconómico (como los relativos al desempleo, descenso de los ingresos, inflación, encarecimiento de los servicios públicos), otros factores, como los recursos financieros e imagen de liderazgo o carisma de los contrincantes y la efectividad de la propaganda, gravitarían sobre los procesos electorales de 2008, 2016 y 2020.

Y es que, en las descripciones y predicciones derivadas tanto de las constantes encuestas especializadas en el monitoreo de la opinión pública como del análisis que ofrecen los medios de prensa, instituciones políticas y académicas, la visión sobre la crisis y las elecciones en Estados Unidos se nutre de referencias a factores como los aludidos. La imagen se construye acudiendo a numerosos datos, cuya profusión estadística y anecdótica hacen posible un seguimiento detallado de gran utilidad para calibrar constataciones y pronósticos.

Sin embargo, con frecuencia sucede que la atención desmesurada sobre cifras y acontecimientos específicos conduce a interpretaciones basadas en una lógica lineal, que reducen el escrutinio analítico a una sumatoria mecánica o serialización episódica de datos que termina por ser abrumadora, con un valor relativo. Este enfoque produce a menudo razonamientos circulares y reducciones cognoscitivas, que oscilan entre la caracterización de la macroeconomía, las biografías de los candidatos y los altibajos de sus niveles de popularidad, el derrotero de las primarias y la campaña en su conjunto.

Aunque son eslabones imprescindibles en la cadena analítica que lleva al conocimiento científico riguroso de la política norteamericana, tales razonamientos y hechos, si bien constituyen pasos necesarios, no resultan suficientes para interpretar el proceso real, más amplio, profundo y complejo. Si no se insertan con creatividad en un cuadro interpretativo global, que interrelacione la historia y el presente, los hechos aislados y las estructuras que les condicionan y en las que se proyectan, se puede propiciar una visión parcial, descontextualizada y, sin quererlo, hasta engañosa.

En sentido figurado, sería como si en la búsqueda y selección de las piezas en un divertido intento por completar un rompecabezas, la visualización de cada uno de los espacios vacíos en que podrían encajar, impidiesen ver la imagen total que resultaría al concluir el esfuerzo lúdico o recreativo. De alguna manera, cuando se pasa revista a los análisis sobre las crisis y las elecciones presidenciales realizadas en Estados Unidos desde que comenzó el siglo actual, se aprecia algo de eso. Y es que la urgencia de contar con diagnósticos certeros y pronósticos precisos lleva consigo, en ocasiones, a excesos de inmediatez o apresuramientos noticiosos que dificultan apreciar la imagen en su totalidad.

En los procesos electorales citados, el de 2008, cuando W. Bush terminaba su segunda etapa presidencial y en el de 2016, al concluir el demócrata Barack Obama su segundo período gubernamental, los análisis se enfrentaban a zonas claras y oscuras, pero predominaban las de penumbra. En las primeras, era bastante notable el agotamiento de un doble gobierno republicano, sumamente conservador y belicista, pero era incierta la posibilidad de que en la nación de la supremacía blanca existiesen las condiciones que permitieran la victoria de un mandatario de piel negra. De ahí que se augurara en la mayoría de los vaticinios la victoria de Obama. En las segundas, no estaba tan claro el hartazgo con la repetida y novedosa Administración demócrata y se pensó por muchos que, si el país estuvo preparado para elegir a un presidente de origen africano, entonces lo estaría también para que una mujer arribara a la Casa Blanca. Entonces, la predicción predominante que aseguraba el triunfo de Hillary Clinton fue incapaz de captar el nivel de resentimiento y hastío acumulado en el tejido social.

El telón de fondo que enmarca ambos procesos es el de proceso de transición que se viene desarrollando desde hace algo más de cuarenta años en la sociedad norteamericana. Desde finales de la década de 1970 y a lo largo de la de 1980, con efectos acumulativos. Se trata de una inconclusa transición histórica, entendida esta como una secuencia de cambios, de alcances diversos, con expresiones en la economía, la política, la sociedad y la cultura. Estados Unidos ha dejado de ser hace tiempo el país que los norteamericanos creen que es, o dicen que es, el de la tierra prometida o el del sueño americano. Las contradicciones en que ha vivido y vive hoy, en términos ideológicos y partidistas no pueden ya ser sostenidas ni expresadas por la simple retórica. Escapan a la manipulación discursiva tradicional y colocan al sistema ante dilemas que los partidos y sus candidatos a la presidencia, con sus rivalidades, no están en capacidad de enfrentar con soluciones para una nación en decadencia y con un sistema que declina. Quizás las reflexiones expuestas puedan contribuir al examen del rompecabezas de 2024, mirando más allá del contrapunto entre Biden y Trump, en un marco en el que la crisis nunca abandona la escena.

*Profesor e investigador de la Universidad de La Habana.

Tomado de Cuba Si

 

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Yoe Hernández González

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